Hasta no hace mucho tiempo atrás, los disertantes en las cenas de despedida de reuniones y congresos científicos usualmente elogiaban la pureza ética de la investigación científica. Aseguraban que el mundo sería un mejor lugar para vivir si los políticos fueran tan objetivos, honestos y autocríticos como los integrantes de la comunidad científica. La enorme cantidad de casos de fraude, engaño y plagio que han salido a la luz en las últimas décadas muestran que en el mundo científico estas transgresiones son tan frecuentes como las que ocurren en los Parlamentos.
Dos divulgadores de temas científicos, William Broad y Nicholas Wade, describieron notablemente esta situación en el libro “Betrayers of the Truth”, Simon and Schuster, 1982) en el cual examinan un amplio número de casos bien documentados de fraude, plagio y engaño. Muestran que el fraude científico se remonta tan atrás como el siglo II antes de Cristo, cuando el astrónomo griego Hipparchus intentó pasar como suyo a un gráfico astral babilónico.
Varios científicos famosos integran la lista de sospechosos, o directamente acusados, de recurrir al robo, plagio o “selección de datos”: el astrónomo Ptolomeo robó gran parte de los datos que utilizó para validar sus observaciones, Isaac Newton falsificaba los números, el Premio Nobel de Física (1923) Robert Millikan “seleccionó” datos para validar las hipótesis que a la larga lo condujeron al premio. Galileo, Bernoulli, Dalton y Mendel integran también la lista de “Padres Fundadores de la Ciencia” sospechados de mala praxis.
Entre los fraudes más famosos de los últimos tiempos sobresale el de Jacques Benveniste quien publicó en la revista científica Nature un artículo que demostraba por primera vez la validez de la controvertida teoría homeopática. La polémica generada tras la publicación del artículo obligó a la revista a formar una comisión de expertos para intentar replicar el experimento. Se demostró el fraude y Benveniste quedó desacreditado para el mundo científico, pero no para los defensores de la homeopatía, para quienes se convirtió en el gurú de la medicina alternativa.
Broad y Wade demuestran en forma convincente que inventar datos y plagiar “papers” son prácticas continuas y ampliamente difundidas, y no una actitud ilegal de sólo unos pocos y atípicos integrantes de la comunidad científica. Consideran que los incentivos para estafar provienen de la necesidad de ascender en la carrera profesional, de trabajar en institutos científicos de alta competitividad y de la permanente “lucha” por premios, subsidios para investigar y, a veces, por patentes. La ciencia se ha revelado como una tarea “muy humana”, orientada hacia la búsqueda de puestos jerárquicos y plena de tentaciones en las cuales sucumbir.
Sin lugar a dudas, ha llegado el momento de establecer salvaguardas razonables contra las malversaciones, que lejos de ser aberraciones esporádicas son prácticas endémicas en la investigación moderna. La ciencia no es la interrogación idealizada de la naturaleza realizada por dedicados servidores de la “Verdad”. Es un proceso humano gobernado por las pasiones humanas de ambición, orgullo y codicia, como así también por todas las virtudes que se le atribuyen a los mejores científicos. El paso que va de la codicia al fraude es tan pequeño en la ciencia como en los otros caminos de la vida.
Evitar las malversaciones no es sencillo porque el “Protector Final de la Ciencia” no es la revisión por pares, o el referato, o la réplica de los experimentos; inclusive tampoco lo es el universalismo implícito en los tres mecanismos anteriores. Es el Tiempo. Al final, las malas teorías no funcionan y las ideas fraudulentas no explican el mundo tan bien como lo hacen las buenas ideas. El tiempo y la “bota invisible” que patea a la basura a toda la ciencia inútil son los verdaderos Protectores de la Ciencia. Pero estos mecanismos inexorables demoran años, a veces más de un milenio en actuar. El fraude puede florecer durante ese intervalo, particularmente si encuentra refugio bajo el manto de inmunidad que confiere el elitismo científico.
¡Ah!, casi me olvido: he plagiado prácticamente todos los párrafos de este artículo.
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