Algún ancestro creativo se dio cuenta que un manojo de ramas firmemente apretado y encendido producía un luz muy brillante que demoraba en consumirse; la antorcha fue, indudablemente, nuestra primera lámpara “portátil”.
Tiempo después se descubrió que impregnando un extremo de la madera con grasa (tanto de origen vegetal como animal) se producía una mejora en la intensidad y en la duración de la llama. La vida en las cuevas cambió notablemente con la incorporación de lámparas fabricadas con trozos de rocas, o cuernos, o conchas marinas que podían almacenar la grasa a las que se les incorporaba una mecha. Varias de esas lámparas, descubiertas por los antropólogos, datan de 15000 años atrás.
Algunas culturas primitivas, aprovechando la ausencia de una Sociedad Protectora de Animales, colocaban directamente la mecha sobre pescados o pájaros (muertos) para iluminar su habitat. Una técnica de iluminación utilizada en el antiguo Japón consistía en el encierro de luciérnagas en cajas (primitivas). No lo sabían, pero habían descubierto la bioluminiscencia.
La historia continúa con el reemplazo de las grasas por aceite. Las pueblos que habitaban en las proximidades del mar Mediterráneo utilizaban principalmente aceite de oliva. El transporte del mismo hacia otras regiones constituyó una de las primeras “commodities” exportadas por el ser humano.
Transcurrieron miles de años hasta el siguiente impacto tecnológico: la vela. Hay registros de su utilización en las iglesias cristianas alrededor del año 400, pero su uso domiciliario recién se extendió en el siglo XIV. Las primeras velas se hacían con cera de abejas, un producto muy caro, motivo por el cual se la reemplazó con sebo crudo. El principio de funcionamiento seguía siendo el mismo que el de las antorchas: la combustión.
En 1783, el suizo Ami Argand diseña una lámpara que incluye un bulbo o “chimenea” de cristal. Esta modificación permite una mayor velocidad ascendente del aire, lo que favorece una mejor aspiración del aceite (y luego del petróleo) y esa mejora en el proceso de combustión resultó en mayor luminosidad y menor cantidad de humo.
Algunas culturas primitivas, aprovechando la ausencia de una Sociedad Protectora de Animales, colocaban directamente la mecha sobre pescados o pájaros (muertos) para iluminar su habitat. Una técnica de iluminación utilizada en el antiguo Japón consistía en el encierro de luciérnagas en cajas (primitivas). No lo sabían, pero habían descubierto la bioluminiscencia.
La historia continúa con el reemplazo de las grasas por aceite. Las pueblos que habitaban en las proximidades del mar Mediterráneo utilizaban principalmente aceite de oliva. El transporte del mismo hacia otras regiones constituyó una de las primeras “commodities” exportadas por el ser humano.
Transcurrieron miles de años hasta el siguiente impacto tecnológico: la vela. Hay registros de su utilización en las iglesias cristianas alrededor del año 400, pero su uso domiciliario recién se extendió en el siglo XIV. Las primeras velas se hacían con cera de abejas, un producto muy caro, motivo por el cual se la reemplazó con sebo crudo. El principio de funcionamiento seguía siendo el mismo que el de las antorchas: la combustión.
En 1783, el suizo Ami Argand diseña una lámpara que incluye un bulbo o “chimenea” de cristal. Esta modificación permite una mayor velocidad ascendente del aire, lo que favorece una mejor aspiración del aceite (y luego del petróleo) y esa mejora en el proceso de combustión resultó en mayor luminosidad y menor cantidad de humo.
A principios del siglo XIX aparecen en escena las lámparas de gas. El escocés William Murdock dio el puntapié inicial calentando carbón para producir gas que utilizó para iluminar su casa y su oficina. Otra manera de obtener el gas combustible fue mediante la reacción del carburo de calcio con agua para obtener acetileno. Para 1823 había aproximadamente 40 mil lámparas de gas en las calles de Londres y todas las grandes ciudades europeas se plegaron a la moda.
El cambio revolucionario comenzó con el descubrimiento de la electricidad y los ensayos con lámparas de arco eléctrico. Sir Humpry Davy, un químico inglés, realizó la primera demostración de su funcionamiento ante la Real Sociedad de Física de Londres en 1810. La luz se obtenía mediante la descarga eléctrica producida entre dos electrodos de carbono, los cuales se tornaban incandescentes. El inconveniente radicaba en la pérdida de materia en los mismos, particularmente en el ánodo que se volatilizaba al doble de velocidad que el cátodo. Para solucionar estos inconvenientes se utilizaron ánodos de doble grosor, recubrimientos especiales sobre ambos electrodos y recipientes a presión. Por primera vez en la historia de la iluminación se proponía un cambio en el principio de funcionamiento: de la combustión a la incandescencia. Sin embargo, las dificultades para generar electricidad, la peligrosidad de los aparatos y la escasa vida útil conspiraban contra la nueva tecnología.
El invento de la lámpara incandescente, nuestra actual “lamparita”, es motivo de controversias: algunos se la atribuyen a Heinrich Goebel, un alemán emigrado a Estados Unidos, quien desarrolló en 1854 una lámpara con un filamento de bambú carbonizado en el interior de una ampolla de cristal, a la cual se le había practicado el vacío. Otros se la acreditan a Joseph Swam por su demostración realizada en febrero de 1879 in Newcastle-upon-Tyne ante un auditorio de 700 personas. La lámpara de Swan contenía un filamento de hilo de algodón carbonizado.
El imaginario popular atribuye a Tomás Alva Edison (“el mago de Menlo Park”) el invento de la lámpara incandescente. En realidad, Edison compró una patente canadiense a dos inventores, Woodward y Evans, quienes no poseían el capital necesario para tamaño emprendimiento. Edison, símbolo del pujante capitalismo norteamericano, puso a todo su enorme laboratorio en la tarea de obtener una lámpara que utilizara la menor cantidad de corriente eléctrica y que tuviera una vida útil que la hiciera económicamente factible. Tras cientos de ensayos, en octubre de 1879, colocó un filamento de hilo de coser carbonizado en un bulbo de vidrio al vacío y la lámpara se mantuvo encendida 45 horas. A continuación vino la publicidad y el “management”: en dos años se habían instalado 300 estaciones generadoras de energía eléctrica que alimentaban a 70 mil lámparas incandescentes cuya vida útil promediaba 100 horas.
El proceso de evolución tecnológica también se dio en las lámparas incandescentes. Los avances más significativos fueron la utilización del tungsteno en los filamentos y el reemplazo del vacío por un gas inerte. El tungsteno (o wolframio) reemplazó a otros materiales debido a sus ventajas en elevada resistividad, elevado punto de fusión, durabilidad y costo relativamente bajo. Por su parte, Langmuir en 1913 reemplazó el vacío por nitrógeno (luego por argón) demostrando que el agregado de un gas inerte inhibía la disgregación del filamento de tungsteno, prolongando la vida de la lámpara bajo condiciones de presión similar a la atmosférica.
El siguiente salto tecnológico lo aportaron las lámparas de descarga, habitualmente denominadas fluorescentes. Su principio de funcionamiento se basa en la luminiscencia y el pionero fue Peter Cooper Hewitt, quien en 1901 desarrolló la primer lámpara de vapor de mercurio. En el interior de la lámpara se coloca gas argón (neón, nitrógeno, etc) y una perla de mercurio. Con el pasaje de la corriente eléctrica, el mercurio se volatiliza y comienza a emitir radiaciones en longitudes de onda muy cortas en la franja de los ultravioletas. Estas radiaciones son las que excitan las sustancias fotoluminiscentes de la lámpara (recubrimiento interior a base de fósforo) produciendo radiación en longitudes de ondas más largas que si son visibles. Progresivamente se está reemplazando el vapor de mercurio por vapor de sodio debido a su menor costo y reducida contaminación ambiental. A finales de los 80, aparecieron en el mercado las lámparas fluorescentes compactas (“lámparas de bajo consumo”) permitiendo una combinación entre estética y bajo consumo, del que carecían los “poco agraciados” tubos fluorescentes.
Una nueva revolución está en progreso: fabricantes de microchips que emiten luz prometen que las lámparas incandescentes y de descarga pronto acompañarán a las antorchas y las velas en el baúl de los recuerdos. Como siempre ha sucedido, y sucederá, superan a sus predecesoras en menor consumo de energía, mayor vida útil y brindan a los diseñadores mayores posibilidades creativas. Ya son conocidos nuestros: son los LEDs (Diodos Emisores de Luz) que vemos diariamente en algunos carteles luminosos, señales de advertencia vial y luces de freno. Los investigadores están concentrando sus esfuerzos en reducir su tamaño a nivel microscópico, aumentar su luminosidad y reducir aún más el consumo de energía (al estado actual de la tecnología consumen un 80% menos que una lámpara incandescente). Lo que desvela a los diseñadores es la, ya verificada, posibilidad de incorporarles un “software” para alterar la intensidad, los patrones lumínicos y la posibilidad de generar hasta 16.7 millones de colores diferentes. Los arquitectos imaginan casas y oficinas cuyos niveles y esquemas de iluminación varíen según la hora, el clima y el estado anímico de sus ocupantes. El “show business” planifica incorporarlos en los cines, teatros y recitales para crear efectos que acompañen a las películas y espectáculos. Otras aplicaciones previstas: poder variar periódicamente la ambientación de la “pieza de los chicos” o la de algún recinto donde se desarrolle una fiesta.
Por el momento son muy caros, pero se esperan importantes contribuciones desde el área de la nanotecnología (manipulación de la materia a nivel atómico). Los más optimistas pronostican que antes del 2010 ingresarán en las casas y oficinas. Mientras tanto seguiremos conviviendo con nuestros rígidos esquemas de iluminación y “sufriendo” cuando nos llegue la cuenta de la luz.
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