La agrupación ambientalista Greenpeace comenzó una campaña de reemplazo “forzado” de lámparas incandescentes por sus equivalentes fluorescentes compactas en diversos edificios públicos de la Argentina. Sin previo aviso, toman por asalto algún edificio gubernamental y reemplazan todas las lámparas que están al alcance de sus herramientas. El objetivo es bien claro: concientizar a la población y al gobierno respecto al despilfarro de energía que implica el uso de las clásicas lamparitas incandescentes con el inevitable incremento en los gases de efecto invernadero. Las consideraciones ambientales y el balance energético están fuera de discusión; lo que no es tan evidente es la predisposición de la gente para tales reemplazos.
La lámpara incandescente ha cambiado muy poco desde sus orígenes, cuando Tomas Alva Edison comenzó su comercialización masiva. Consisten fundamentalmente en un bulbo de vidrio, al vacío o con un gas inerte en su interior, y un filamento de tungsteno, a través del cual circula la corriente eléctrica produciendo la incandescencia del material.
Por su parte, las lámparas de descarga o fluorescentes basan su funcionamiento en la luminiscencia. En el interior de la lámpara se coloca gas argón (neón, nitrógeno, etc) y una perla de mercurio. Con el pasaje de la corriente eléctrica, el mercurio se volatiliza y comienza a emitir radiaciones en longitudes de onda muy cortas en la franja de los ultravioletas. Estas radiaciones son las que excitan las sustancias fotoluminiscentes de la lámpara (recubrimiento interior a base de fósforo) produciendo radiación en longitudes de ondas más largas que si son visibles. En los últimos años han aparecido en el mercado numerosos modelos de lámparas fluorescentes compactas (FC).
Las lámparas incandescentes operan en el extremo rojo del espectro de color, es el extremo cálido; las fluorescentes trabajan en el extremo opuesto, con un tono azul frío. El grado de calidez o frialdad se cuantifica con un parámetro denominado Temperatura de Color Correlacionada, el cual se mide en grados Kelvin. Las incandescentes miden 2700 grados Kelvin, mientras que las fluorescentes compactas miden entre 2700 y 3000 grados y las fluorescentes no compactas (las de oficinas y negocios) suben hasta 4100 grados Kelvin.
La industria utiliza otro parámetro para cuantificar como la luz muestra el color real de los objetos; se lo denomina Índice de Color Resultante (ICR): para un valor base de 100 en las incandescentes, las FC miden entre 80 y 85 ICR.
Las incandescentes tienen un punto focal de irradiación, semejante a una antorcha o al sol; en las CF, tanto en su versión de tubos rectos o de tubos retorcidos (semejan las pistolas de una mala película de ciencia ficción de los años 40), el fulgor se distribuye parejo sin un núcleo de irradiación.
Otros inconvenientes de las CF, solucionados en algunos modelos, son un zumbido constante, un molesto titilar y un progresivo oscurecimiento del fulgor. Por su parte, numerosos decoradores de interiores plantean que es imposible ambientar habitaciones con CF, sin que las mismas parezcan salas de espera de hospitales, oficinas públicas o institutos educativos.
El debate es cada día más intenso: la industria se queja que el gobierno pretende declarar ilegal a toda una área tecnológica de uso habitual; los “liberales” plantean la inconstitucionalidad respecto a la libre elección del tipo de luz a usar en los hogares; aún los ambientalistas reconocen que el mercurio contenido en las CF puede causar un daño de enormes proporciones si no se encuentra la forma de garantizar su recuperación en forma inocua.
No obstante, los gobiernos presionados por el problema energético-ambiental comienzan a legislar respecto a la eficiencia en el consumo de las lámparas que se pueden vender en el mercado. Según la tecnología disponible, las únicas que cumplen con los valores exigidos a precios competitivos son las lámparas CF. De modo tal que el mundo desarrollado deberá acostumbrarse a vivir bajo una intensidad de luz inferior a la habitual; sin lugar a dudas, implicará un descenso en su calidad de vida.
Tal vez dentro de unos pocos años nos reuniremos alrededor de una fogata y recordaremos con nostalgia esa sensación, primitiva y placentera, de luz irradiando a partir de un punto focal.
La lámpara incandescente ha cambiado muy poco desde sus orígenes, cuando Tomas Alva Edison comenzó su comercialización masiva. Consisten fundamentalmente en un bulbo de vidrio, al vacío o con un gas inerte en su interior, y un filamento de tungsteno, a través del cual circula la corriente eléctrica produciendo la incandescencia del material.
Por su parte, las lámparas de descarga o fluorescentes basan su funcionamiento en la luminiscencia. En el interior de la lámpara se coloca gas argón (neón, nitrógeno, etc) y una perla de mercurio. Con el pasaje de la corriente eléctrica, el mercurio se volatiliza y comienza a emitir radiaciones en longitudes de onda muy cortas en la franja de los ultravioletas. Estas radiaciones son las que excitan las sustancias fotoluminiscentes de la lámpara (recubrimiento interior a base de fósforo) produciendo radiación en longitudes de ondas más largas que si son visibles. En los últimos años han aparecido en el mercado numerosos modelos de lámparas fluorescentes compactas (FC).
Las lámparas incandescentes operan en el extremo rojo del espectro de color, es el extremo cálido; las fluorescentes trabajan en el extremo opuesto, con un tono azul frío. El grado de calidez o frialdad se cuantifica con un parámetro denominado Temperatura de Color Correlacionada, el cual se mide en grados Kelvin. Las incandescentes miden 2700 grados Kelvin, mientras que las fluorescentes compactas miden entre 2700 y 3000 grados y las fluorescentes no compactas (las de oficinas y negocios) suben hasta 4100 grados Kelvin.
La industria utiliza otro parámetro para cuantificar como la luz muestra el color real de los objetos; se lo denomina Índice de Color Resultante (ICR): para un valor base de 100 en las incandescentes, las FC miden entre 80 y 85 ICR.
Las incandescentes tienen un punto focal de irradiación, semejante a una antorcha o al sol; en las CF, tanto en su versión de tubos rectos o de tubos retorcidos (semejan las pistolas de una mala película de ciencia ficción de los años 40), el fulgor se distribuye parejo sin un núcleo de irradiación.
Otros inconvenientes de las CF, solucionados en algunos modelos, son un zumbido constante, un molesto titilar y un progresivo oscurecimiento del fulgor. Por su parte, numerosos decoradores de interiores plantean que es imposible ambientar habitaciones con CF, sin que las mismas parezcan salas de espera de hospitales, oficinas públicas o institutos educativos.
El debate es cada día más intenso: la industria se queja que el gobierno pretende declarar ilegal a toda una área tecnológica de uso habitual; los “liberales” plantean la inconstitucionalidad respecto a la libre elección del tipo de luz a usar en los hogares; aún los ambientalistas reconocen que el mercurio contenido en las CF puede causar un daño de enormes proporciones si no se encuentra la forma de garantizar su recuperación en forma inocua.
No obstante, los gobiernos presionados por el problema energético-ambiental comienzan a legislar respecto a la eficiencia en el consumo de las lámparas que se pueden vender en el mercado. Según la tecnología disponible, las únicas que cumplen con los valores exigidos a precios competitivos son las lámparas CF. De modo tal que el mundo desarrollado deberá acostumbrarse a vivir bajo una intensidad de luz inferior a la habitual; sin lugar a dudas, implicará un descenso en su calidad de vida.
Tal vez dentro de unos pocos años nos reuniremos alrededor de una fogata y recordaremos con nostalgia esa sensación, primitiva y placentera, de luz irradiando a partir de un punto focal.
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